miércoles, 17 de octubre de 2007

"We are family"

¿Ves ese chico que va caminando por la calle? Míralo. Tiene la gorra vuelta hacia atrás y mastica chicle mientras se desliza con su patineta.

¿Ves a la niña que sale de la iglesia con su morral de la escuela? Tiene el cabello suelto pese a que le han dicho que debe llevarlo recogido. Mira hacia el suelo con sus ojos inocentes mientras pasa por la puerta cuando siente la inminencia del choque.

Lo que se escucha a continuación es un “tortazo de padre y señor nuestro”. Una voz masculina y juvenil que lanza una imprecación que rebota en las paredes externas de la iglesia mientras el femenino grito de una chica ulula al son de la patineta que da vueltas por sí sola en el pavimento entre un montón de hojas de cuadernos salidos del morral. Y mientras las viejas y el cura proyectan sus peores defectos verbalizando contra el chico, éste se olvida de los raspones en sus codos y rodillas, pues sólo tiene ojos para ella. Ella lo ve. Y lo que sigue ya lo saben.

Cuando se enteran de que el bebé va a nacer, ellos aún no han crecido. Deciden seguir jugando a la casita y fugarse. Y desde entonces, al son de una canción gringa, ya no son “ella y él” sino que “Somos familia”.

Y para hacer el cuento corto aquel bebé creció.

Cuando llega a cierta edad, muchos opinan que tiene más en la cabeza que su papá, su mamá, su tía la loca de los gatos, su abuela gruñona y su abuelo senil que sufre mal de Parkinson, que su hermano menor que repitió la historia de sus padres y hasta que el cura de la Iglesia que siempre saluda a sus hijos con palmadas en la espalda cuando estos le dicen: “bendición tío”.

El chico se siente muy inteligente. Tiene un buen trabajo y un lugar para él solo. Atrás quedó para siempre la litera rechinante que compartía con su hermano (y con sus primos cuando venían de visita y hasta con su papá cuando su vieja lo echaba del cuarto). Más nunca abstenerse de repetir al momento del almuerzo por miedo de que no haya suficiente para todos (ahora la comida que compra es para él). Más nunca pelear por el control remoto de la TV ni tener que cambiar pañales de peques que no son suyos. No más escuchar rebotar en las paredes las discusiones del día anterior ni esperar un instante de soledad para satisfacer sus deseos sexuales. Ahora él lo tiene todo.

Ha hecho amigos y amigas de buena posición y buenos sentimientos. Ninguno vive muy cerca de él pero le importa poco, sabe que cuenta con ellos. Ellos son su familia, sus compañeros de trabajo, sus personajes favoritos de la TV por cable que comparte muy esporádicamente cuando invita a los vecinos a ver alguna peli. Ahora su familia de sangre (aquella que él mismo llama: “los sangrones”) es menos que un recuerdo del pasado que se extraña tanto como una silla de ruedas que no te deja correr por tu propia cuenta. Se ha prometido aprender de otros y por eso espera el momento indicado.

No viaja en patineta y evalúa sus opciones con la paciencia de los inmortales.

No se fija cuando las “entradas” comienzan a aparecer en su frente ni cuando las canas se asoman entre los primeros vellos de su barba. “Soy feliz”, dice en voz alta. De vez en cuando siente que algo le falta, no sabe qué es, pero está seguro de saber “qué no es”. No le hacen falta las peleas por asuntos intrascendentes ni esperar en el pasillo a que se desocupe el baño para echar una buena cagada. No le hace falta tener que despertar a nadie para arroparse con la sábana que, por lo general, uno de los dos agarra por completo cuando se comparte una cama. No le hace falta que le pregunten “¿Dónde has estado? ¿Con quién estabas? ¿Qué estabas haciendo?” ni que finjan tenerle lástima simplemente porque llegó con la cara larga. No. No le hace falta nada de eso.

Un día se despierta y le duele la espalda. Ya no tiene recuerdos claros de su infancia. Su “familia” de amigos se ha reducido a 12 contactos que le hablan por messenger con 6 frases breves por semana. Se acostumbró a ir solo al cine y comer sin compañía hasta el punto de sentirse incómodo cuando alguien lo acompaña a la mesa.

Le duele el pecho y no sabe por qué todavía. “Lo tengo todo”, se repite. Se ha hecho muy listo, lee filosofía y sabe que el hombre es un ser inconforme por naturaleza. Recibe un premio (hay otros que piensan que él es inteligente) y se siente tan contento que decide llamar a alguien. Todos sus “amigos” están ocupados (nadie contesta). Su vieja está senil y su abuelo lo insulta cada vez que le habla. Y su “juguete sexual” no tiene celular. A pesar de todo los llama. No es capaz de sonreir mientras intenta contarles de su “felicidad” pues ellos no lo oyen. Se pone a llorar en mitad del centro comercial. Sabe que la gente que pasa a su lado se le queda mirando, pero no le importa (al fin y al cabo nadie lo conoce… y si lo conocieran pues “ni que fueran familia de él”). A pesar de lo que diga la poca gente que lo conoce, él ya no se siente como un tipo inteligente.

La calvicie ya es evidente y no pretende disimularla. Se va las tardes a la plaza a jugar ajedrez como un autómata que desea perderse en el infinito de los 64 escaques. Él es el más “joven” del lugar, aunque se siente cómodo con los mayores. Casi huelen igual que él. Ha desarrollado un rictus en los labios que se le arquean solos hacia abajo en una suerte de sonrisa invertida. La vena del lado derecho de su cabeza se hincha con facilidad cada vez que sale al exterior su característico mal humor. Observa en la plaza a la esposa de su compañero favorito de tablero de ajedrez:
- ¿Otra vez me traes torta de plátano? -pregunta el compañero de ajedrez a la viejita con delantal que viene a menudo.
- Viejo quejón -dice la anciana- no debería traerte nada -repite casi todas las tardes cuando se aleja caminando.
- Este pastel de plátano sabe a calcetines sucios -le susurra el compañero con frecuencia. Él se limita a acariciar el pastel que compra en la panadería y que a menudo intercambia con su amigo por el que sabe a “calcetines viejos” sin saber por qué.

Comienza a cocinar torta de plátano en su apartamento sin estar seguro del motivo. Cuando la saca del horno la prueba y le parece deliciosamente amarga. Desea poder compartirla con la anciana, pero siente que eso podría generar problemas con su compañero de ajedrez (los celos en las parejas son así). Le duele el pecho nuevamente, sabe que no se trata de un infarto sino de algo que le hace falta. Cae en cuenta de que necesita saber a qué huele un peo que no se haya tirado él mismo, lo lastima no haber visto cómo envejece una desnudez que no sea la suya, necesita que de vez en cuando desaparezcan sus mejores prendas de vestir porque alguien más intentó quitarles esa vieja mancha y por una vez, desearía que alguien lo ayudara a elegir mejor su ropa para no vestirse tan anticuadamente. Llega al extremo de calentar varias bolsas plásticas de agua para sentir un cuerpo caliente cuando se acuesta en su cama enfriada por el mejor aire acondicionado del edificio en donde vive. Decide que le provoca tener una excusa para ver un nuevo tipo de películas en el cine o para salir a comer a un restaurante en donde no lo conozcan. Desea tener a alguien con quien poder divagar verbalmente en lugar de tener que limitarse a escribir sus pensamientos en el computador para que aparezcan “pendejos” que lo califiquen de “inteligente”. Llora a menudo mientras está dormido. Se da cuenta porque siente los ojos húmedos cuando se despierta en las mañanas. En ocasiones (cada vez más frecuentes) se despierta gritando en medio de la noche, víctima de pesadillas que no puede recordar.

Invariablemente vuelve a la plaza a jugar ajedrez. Hasta que un día una chica en patineta (de esas chicas “locas” de hoy), choca a toda velocidad contra su puesto, lo golpea y le tumba el tablero. Mientras otros viejos le gritan a la chica, él la ayuda a levantarse. Ve sus ojos verde azulados y los raspones en sus rodillas. Tiene ganas de decirle algo pero no se atreve. Al final decide arriesgarse y dice:
- Oye, ¡Vamos a ver si aprendes a patinar! ¡Apuesto que yo sería capaz de hacerlo mejor que tú! -ella se ríe mientras sus amigas le dicen que se vayan rápido de allí. Sin embargo ella se queda un instante más y le pone la patineta a sus pies. Él sonríe y decide impresionarla.

Cuando la ambulancia llegó, la chica estaba llorando.

- ¿Qué es esa chica de este tipo? -pregunta uno de los paramédicos.
- Es obvio que son familia -contesta el otro.
- Ya -replica-, oye…
- ¿Qué?
- Esta es la primera vez que trasladamos a alguien en la ambulancia que sonríe mientras está inconsciente.
- ¡Verdad que es curioso!… será un rictus por el golpe ¿no?
- seh…

5 comentarios:

hijo dijo...

y por qué no estás escribiendo un libro, bro? aún cuando siempre tengo algo malo que decir, en esta ocasión no hallo qué.

desde acá, señor inteligente, un pendejo le manda un gran abrazo.

luv

found in tokyo dijo...

sin saber mucho acerca de tecnicas de narrativa y vainas de esas, no te puedo decir con seguridad algo como "que bien escrito esta esto!".

pero si te puedo decir que fue todo un placer leerlo.

Pablo dijo...

¡Hey!

Gracias. De pana que me alegra mucho leer sus letras.

Hijo: Recibe un gran abrazo también desde este lado del monitor... (...pendientes ¿vale?)

Oscar: Me has escrito la "crítica literaria" que he querido recibir desde que empecé a publicar en la red... thx.

Anónimo dijo...

Me gustó! Ni me cansó ni me aburrió. Cheverísimo!!!
Un besote!!!

Unknown dijo...

Simplemente gracias,...disfruté mucho leerlo,..