miércoles, 2 de mayo de 2007

Ascensorista


Llegué contratado por el ministerio de fomento a principio de los setenta. Todas las mañanas llegaba a golpe de 8 a mi trabajo. Muy temprano, a decir verdad. Madrugaba en comparación con cualquier otro funcionario. Mi uniforme era bastante formal. Flux, camisa y corbata. Todos los días andaba elegante y bien arreglado, más que el ministro que siempre llevaba unos tragos encima. Cualquiera podría subestimar mi oficio, pero yo era realmente bueno. Tanto, que si en este país otorgarán cargos a la excelencia yo sería embajador en Suiza.

Cuando llegué por primera vez al ascensor de la torre oeste hice de aquella cabina un sitio especial. Llevé un reproductor que tenía en casa y ambientaba con buena música aquellos viajes verticales. Sabía muy bien lo que la gente quería escuchar en cada momento, a cada hora. “Fucho, acá uno lo pasa bien sabroso”, me decían y tenían razón. Hasta los señores más circunspectos tarareaban las canciones un viernes o día de quincena.  Podría jurar que la gente luchaba por usar ese ascensor, mi ascensor.

A las chicas lindas, que abundaban en la torre oeste, siempre les regalaba un caramelito. “Para que se endulce el día, señorita”. Ellas se sentían halagadas y yo sabía que con mi gesto ayudaba a pasar las amarguras de la jornada laboral, repletas de jefes mañosos y problemas elevados al cubo. En el fondo siempre tuve la esperanza de que ellas vieran en mi, este caraqueño dicharachero y trabajador, la oportunidad de escapar de la rutina en medio de tanta carpeta de manila y reuniones prolongadas. Por eso, los mejores momentos se presentaban cuando el ascensor se atoraba entre pisos. Casi a oscuras, con una tenue luz amarilla en el techo, quedábamos entre sombras. Ahí yo era el héroe. Sabía las manías de mi aparato y lograba rescatarlos a todos sin ayuda de nadie. Algunas me agradecían con un beso en la mejilla, con sus labios casi rozando mi frondoso bigote; otras me brindaban un pellizquito que me hacía sentir bien.

Mi oficio, a diario, se tornaba en una especie de psicólogo express. La gente veía en mi un tipo en quien confiar sus cosas y, a modo de confesionario, se explayaban en los pocos minutos que duraba el viaje.  A veces también me tocaba recetar alguna medicina contra el estreñimiento y daba consejos para criar a los niños que nunca tuve. Entre piso y piso me topé con mucha gente. A muchos los vi envejecer frente a mis ojos. Sabía  a cual piso iban todos. Conocía sus manías, su forma de verse en el espejo y cuáles padecían de claustrofobia. Vi a mucha gente hacer negocios sucios y a otros tantos salir despedidos durante aquellos años.

En estos días vi pasar a la doctora Cruz, después de mucho tiempo sin saber de ella. A pesar de los años todavía la recuerdo  joven y hermosa. Aquella delgada abogada que me pidió consejos amorosos en muchas oportunidades. Pobrecita. Estaba enamoradita de uno de los mensajeros de la torre; muchacho que no le ofrecía un futuro estable. Una vez, muy pícara como es, me dijo: “Soy como Ligia Elena, la de la canción que usted escucha, Fucho.” Y era verdad. La doctora Cruz no era la única que suspiraba por el mensajero. Una chica del piso 6 sólo me hablaba de él y hasta la esposa del ministro, mujer elegante, llegó a preguntarme por el afortunado motorizado. Él era un tipo muy callado, bastante educado, de esos que siempre dan los buenos días y se despide. A la larga tuvo amoríos con todas, simultáneamente. Su semblante al principio deslumbraba, pero con el tiempo se fue demacrando. Un día no aguantó y me habló. “Fucho, no sé cómo haces tú con estas mujeres. Yo no las aguanto. No vengo más.” Y más nunca apareció por allá. Ellas lo superaron rápido, porque muy pronto ya tenían otros pretendientes que las tomaban de la mano en el ascensor; todas, menos la ex esposa del ex ministro que, según se decía en el ascensor, ya no salía de su casa porque el abuso de botox le había deformado el rostro. Cuando vi pasar, después de tanto tiempo, a la doctora Cruz, noté que aun conservaba algo de candor en sus ojos. Hablamos por unos segundos y me contó a grandes rasgos de su vida y sus divorcios. Antes de irse, con picardía me preguntó: “¿No ha visto a mi mensajero, Don Fuchito?”.

Entre tantas subidas y bajadas no sé en qué momento pasé de ser Fucho para llamarme Don Fuchito. Así me dicen todos ahora, Don Fuchito. Un buen día mis jefes alegaron que la cosa no andaba bien. La crisis económica en el país le dio un parado a mi trabajo. Ya no era necesario un ascensorista. ¿Cuándo fue imprescindible uno?, me pregunté. Teníamos que apretarnos los pantalones, me respondieron. La gente se enteró de todo y estaban más tristes que yo. Después de treinta años me tocaba bajar del ascensor que se convirtió en parte de mi vida. Conseguí muy pronto, gracias a la voluntad de mis amigos de años, un nuevo trabajo. Ahora soy centinela de la torre oeste. Un oficio reposado que me da chance de escribir cualquier bobada entre comidas. Sentado en un escritorio frente a mi ascensor veo pasar a la gente que, como antes, siempre va apurada. La verdad se me hace todo muy raro. Al verlos salir del ascensor me pregunto una y otra vez qué será de sus vidas. Me hacen falta sus cuentos, sus angustias y logros. Ya nada puedo hacer, pero de a poco me voy acostumbrando a mi nueva vida acá en la planta baja.

1 comentario:

hijo dijo...

quiero saber más acerca de la dra. cruz, por favor. invéntale algo bonito